Coger olas | Por Nico Moramarco
Ciertos días, después de un baño matinal, suelo parar en el bar más cerca de mi casa. De hecho es el único bar que tengo a pasos. No siempre fue así. Hubo un entonces cuando había por lo menos cuatro a tiro de piedra, incluso un pub o ‘paf’ como suena cuando lo dicen los lugareños, donde se tomaba copas. Es el único bar que resiste. Antiguamente se llamaba La Bodega y en la actualidad se llama El Solar. El dueño es amable, siempre activo, discreto, y atento a todo. Tiene buen manejo del tiempo en esta zona. “Si quieres saber cómo va a hacer, mira el mar. Si está despejado, viene bueno, si no, no.’ Hoy me pregunta cómo está el mar. ‘Está bella’ digo. Asiente con la cabeza. Es pronto y el viento no se ha levantado aún. Me prepara el café. ‘¿Vienes de coger olas?”
Viví una temporada en San Miguel de Allende, México. En aquellas tierras la palabra ‘coger’ significa otra cosa: equivale a fornicar. Pensar en esto todavía me produce una sonrisa aunque haya transcurrido mucho tiempo desde entonces. Era el año 90 del siglo pasado en una pequeña clase en la escuela de traductores en la universidad de Granada la primera vez que me enteré de esa diferencia lingüística entre el español castellano y el mejicano. Éramos alumnos de varios países y las clases eran de conversación y cultura. El profesor que tenía siempre muy buen humor y nos hablaba con ternura. Nos dijo que en Méjico una vez preguntó a un paisano que dónde podía coger el autobús. El muchacho le miró con cara de sorpresa y encogiéndose de hombros dijo con ese acento medio operístico medio de barro: “¡supongo por el tubo de escape buey!” Más adelante, en el ’92 cuando vivía en la calle Paseo del Indio Triste en San Miguel de Allende, una mejicana me contaba que un español le había preguntado “¿Cuándo te recojo? “ A lo cual ella respondió severa: “Cuando yo te redeje.” Todo se acaba conectando.
“¿Qué tal las olas?” Me pregunta de nuevo Fernando mientras me entrega mi mediano de café en vaso con una mini rosquilla, paquetito de azúcar y una cucharilla.
“Alguna he cogido” le respondo.
Y es que realmente no las cogemos, sino que nos cogen más bien. Las acompañamos en su llegada a la costa, a su fin como si fuesen cuidados paliativos cariñosos y silenciosos. Vamos juntos hasta un rincón del fin del mar. Sus últimos movimientos después de una trayectoria de Dios sabe cuanta distancia. Un viento, un aire que comenzó en otro lado. En distinto océano. Burlando espacio y tiempo para abrirse; caer lentamente sin tropezar. Desdoblarse y fundirse en suaves colchones de arena.
Quizás tengas la fortuna de estar con ella. Al lado y dentro a la misma vez. Absorto en el instante, casi sin recuerdo mientras la acompañas en su último paseo líquido. Un delicado y fugaz baile de ondas que descansa y se transforma en algo que no tiene nombre. Te sobrecoge y vuelves una y otra vez. Día tras día. Incluso de madrugada en invierno.
Quieres coger el instante pero no puedes. Agarras fuerte un puñado de arena para ti y se te escapa por los costados. Abres la mano y ves deslizarse todos los granos de arena de todas las playas del mundo entero. No se puede coger olas. Acaso acompañarlas, si se dejan.
Nico Moramarco