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> «Ruinas de Oro» ~ Otra interesante reflexión de Carlos Serrano

>> ¿Qué pensará la Tierra, en su infinita sabiduría, sobre nosotros, los humanos..? ¿Nos presta atención..? ¿Nos cuida..? ¿Nos recompensa si la tratamos bien..? Imposible de saber. Sin embargo, me inclino a pensar que, entre todos los pequeños seres que pasean sobre sus espaldas, nosotros somos, sin duda, la especie que más la perturba. Nuestro planeta es generoso y nos da todo lo que necesitamos para vivir, y más. No es egoísta, e incluso peca de santo, al permitir desafiantes túneles que atraviesan sus entrañas o minas destructoras que lo saquean sin moderación, amén de los gases, la radioactividad y los vertidos tóxicos con que los humanos, diariamente, le damos las gracias. Pienso esto mientras, desde la cima de La Picota, observo las extensiones urbanizadas de Liencres, Soto de la Marina, Miengo y Boo de Piélagos. La vista me alcanza también para identificar las altas grúas del puerto de Raos, el polígono, y los grandes centros comerciales de Maliaño y Peñacastillo…

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berria.jpg… Ajenas a leyes de costas y de medio ambiente, las urbanizaciones, colgadas de acantilados o edificadas sobre la misma arena de las playas, son parte ya, nos guste o no, del paisaje de Cantabria. Y los surfistas, que pasamos en la costa gran parte de nuestro tiempo, convivimos con este paisaje día a día. Es imposible ir a Somo y obviar los pisos-duna, archiconocidos tanto por su ilegalidad como por su ilógico emplazamiento. Y tampoco uno puede evitar sentir dolor en los ojos, como si nos lanzaran un puñado de tierra que nos nublase la visión, cuando ve las casas que rodean Cerrias, Portio y Somocuevas, el complejo de Berria, o las urbanizaciones que han llevado a Noja, Comillas y San Vicente de la Barquera a ser el ejemplo perfecto de lo que la gente es capaz de hacer cuando ven dinero en el horizonte. Y de Laredo, mejor ni hablemos…

Si hay algo que nos cuesta asimilar a los humanos son las curas de humildad. Nos creemos con derecho a alterarlo todo, destruyendo la belleza que un lugar poseía, creyendo que nuestra versión será mejor. Y si no es así, al menos generará dinero, que es lo que mueve el mundo. De esta manera, mientras observaba este paisaje artificial de asfaltos, muros y jardines encerrados tras setos, que no concordaban en absoluto con la salvaje belleza de los acantilados de Costa Quebrada, me acordé de Dawson City.

Dawson City es una ciudad situada en el territorio canadiense del Yukón, en un estrecho llano creado por los sedimentos del gran río en su unión con el Klondike, otro gran cauce que atraviesa las Rocosas. Dista sólo medio centenar de kilómetros del Círculo Polar Ártico, rodeada de altas montañas, inmensos bosques y ríos congelados. Es el paisaje que tan bien retrató Jack London en "Colmillo Blanco", "La quimera del oro" o "La llamada de lo salvaje"; agrestre, duro, con un clima extremo. La naturaleza virgen en su máxima expresión. Fue precisamente en tiempos de London cuando Dawson City apareció en el panorama de la Historia; en 1896, unos exploradores encuentran oro en el Klondike, muy cerca de lo que sería Dawson City, y que por entonces no era más que un terreno árido. En 1897 la noticia llega a unos Estados Unidos en grave crisis económica. Muchos hombres, arruinados y desesperados, deciden gastar todo lo que tienen en partir hacia el helado norte, atraídos por lo que se conoce como "la fiebre del oro". Los cálculos señalan que al menos cien mil buscadores se lanzaron al encuentro de la fortuna. El clima, la dureza de la ruta, los animales salvajes y el exceso de preparación redujeron a cuarenta mil el número de aventureros que llegaron a Dawson. Sólo cuatro mil registraron, al final de la fiebre, haber encontrado oro.

En 1896, Dawson City no existía. En 1898, en donde antes había un erial, se había alzado una ciudad que albergaba, oficialmente, cuarenta mil censados, aunque en realidad la cifra de pobladores y visitantes era más del doble. En dos años, había surgido, en medio de las Montañas Rocosas, una ciudad del pecado en que no había orden ni ley más que la que dictaba el oro, construida a su vez sobre pepitas, y cuya única función era la de proporcionar diversión y distracciones a los miles de mineros, la mayoría en condiciones infames, que se afanaban en encontrar la suerte en alguno de los arroyos cercanos. Era tal la cantidad de burdeles y salones de bebida, hoteles y casinos, que se conocía a Dawson City como la "París del Norte". Su crecimiento fue brutal, desmedido, sin orden alguno, reflejo de la fiebre que se había apoderado de sus fundadores; en el invierno de 1897, con las aguas del Yukón congeladas, la ciudad no pudo alimentarse. La sal costaba más que el oro. Y los que superaron el invierno se encontraron con el húmedo verano y las nubes de mosquitos que causaron plagas de malaria. La disentería y el escorbuto, fruto de la penosa alimentación, apuñalaban a una población que se resistía a abandonar aquel lugar, tal era la ceguera que el oro les había provocado, cuando era obvio que la Tierra no quería que aquel lugar vírgen fuese habitado por los hombres.

En 1899 se encontró oro en Dome, en la desembocadura del Yukón en el Golfo de Bering. Los habitantes de Dawson, hartos de sufrir penurias, emigraron en busca de nueva fortuna. No quedó nadie en la ciudad que, durante sus dos primeros años de existencia, había sido el centro económico más boyante al oeste de Nueva York. Y así, con el paso de los años, las débiles casas de madera cayeron, derribadas por el ondeante permafrost del suelo ártico, y donde antes hubo ríadas de mineros, prostitutas, banqueros, cazarecompensas y comerciantes, ahora sólo atravesaba las desiertas calles el helado viento que bajaba desde las montañas y el Ártico.

cerrias.jpgVolví a mirar aquellas urbanizaciones, construidas en plena fiebre, aunque a otros les guste más llamarlo "burbuja". Sus promotores y constructores se me antojan mineros. Los alcaldes de los municipios, que se llenaron los bolsillos con concesiones, sheriffs de revólver en cinto. Ambos hicieron fortuna, sin ética, moral o valores que les impidiesen su objetivo final; el oro, que "inocentes" compradores ponían en sus bolsillos. Llegaron, construyeron, arrasaron, cambiaron el paisaje en un par de años, dejando una marca perenne en nuestra costa, y se fueron, una vez recogidos los frutos. Como en Dawson City, no se preocuparon de los que venían detrás, ni de planificar, ni de pensar. La fiebre de la construcción pedía rapidez y astucia. Los terrenos cada vez eran más caros. Tenían que construir antes que nadie, rápido.

¡Boom! La burbuja explotó. Muchas casas jamás conocieron dueño. Otras si, pero la crisis les golpeó y tuvieron que mudarse a viviendas más baratas. Donde iba a haber un nuevo barrio con vistas al mar, ahora solo quedan apartamentos vacíos y jardines descuidados, sin nadie que observase las olas y las puestas de sol desde la ventana. Pero los mineros ya estaban lejos, y los sheriffs no sabían nada de aquel asunto. Sentí envidia del Klondike. Allí, la Naturaleza es tan hostil que, en pocos años, apenas quedó nada de los excesos humanos. En nuestra benigna Cantabria, tendremos que convivir con las consecuencias de la fiebre, seguramente para siempre. Miré los verdes prados que se extendían entre Liencres y el pinar. Por el momento, parece que están a salvo. ¿Volverá la fiebre a golpearnos, rematando nuestras costas, cuando el oro vuelva a asomarse entre aquellas praderas asomadas al mar? La Historia nos indica que así será.

Carlos Serrano

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