> «La opinión que no tengo…» ~ Por Carlos Serrano
>> He comenzado estas líneas para escribir sobre los wavegarden, un tema actual y lleno de opiniones variadas, sin tener ni idea de lo que decir sobre ellos. Suspenso en seriedad, lo admito, pero es que es imposible. ¿Soy el único que ve las piscinas de olas como algo inaccesible, lejano, que no tiene porqué merecer más atención que la mera curiosidad..? Me explico. Hace bastante tiempo, quizá más de un año, un día sin olas de julio, un buen amigo me comentaba que ojalá, en su jardín, tuviese un wavegarden. Se inició una discusión, porque como ya he dicho, no había olas, y no había gran cosa que hacer en el parking más que esperar a que el nordeste dejara de soplar. Hablamos durante horas sobre si el boom de los wavegarden afectaría a la competición; la posibilidad de entrenar en olas que siempre rompen igual supone un avance en el entrenamiento de un futuro pro muy a tener en cuenta. Y yendo aún más allá… ¿Porqué no iban a existir en veinte años piscinas de olas municipales, incluso..? |
Muchas personas que se iniciaron en el surf lo dejaron precisamente por ésto; tienes que ser un auténtico adicto, un forofo, un apasionado, para poder desarrollarte como surfista a un ritmo normal. No es sólo coger una pelota y bajar a la pista municipal, o bien pagar una hora de pista de pádel. En el surfing cotidiano, la mejor pista la tiene el que sabe dónde encontrar la ola que busca, y ahí no manda ni el físico ni la cantidad de giros que seas capaz de hacer. El surf de competición no es ni más ni menos que la máxima expresión de ésto; normalmente, los mejores surfistas suelen ser además los que más controlan sus playas y mejores baños se pegan, porque son los que más horas dedican a dominar su medio. Y si alguno piensa que es casualidad, suerte, o “grupos secretos de Whatsupp”, que despierte del sueño.
Después de escuchar atentamente ésta explicación de boca del veterano, mi amigo aún no estaba satisfecho. Las piscinas de olas, según él, eran el futuro; campos de entrenamiento perfectos para poder ensayar maniobras una y otra vez, además del progreso que podría suponer en el mundo de la fabricación de tablas (probar diferentes modelos en una ola siempre igual es el sueño de muchos shapers y surfistas), e incluso el factor caritativo; ahora, los habitantes del interior podrían aprender surfear, lo que introduciría en el surf a miles de niños que de otra manera nunca lo hubiesen conocido. El veterano, ante ésto, comenzó a enfadarse, y nos preguntó, sarcásticamente; ¿Qué clase de surfistas serían aquellos que siempre hubiesen surfeado en wavegarden..? Sólo imitadores, firmó como respuesta, porque en condiciones naturales jamás sabrían elegir una playa, contar con el viento, el swell y la marea, así como evitar las corrientes, el fondo, y al resto de surfistas. Serían surfistas artificiales, al igual que las olas que surfeaban.
Pensé que el acalorado veterano exageraba. Harían falta décadas para que los wavegarden se convirtieran en algo cotidiano, de uso lo suficientemente habitual como para que alguien aprendiese a surfear exclusivamente en uno de ellos. Así se lo dije, y señaló mi teléfono móvil, sin dejar de sonreírme irónicamente. Sigo pensando que exagera. Tras éste argumento la discusión terminó, y yo y mi amigo nos quedamos solos. Después de un rato, él decidió que el mar no mejoraría y se marchó, dejándome a mi, siempre optimista, mirando a un mar que no transmitía buenos augurios. No había olas; sólo turistas. En esos momentos, yo también deseé un wavegarden. Por desgracia, no tenía ninguno cerca a mano. Ahora, casi dos años después de aquello, tampoco, pero al menos sé que si viviese en Gales, cerca del wavegarden de Snowdonia, quitarme el mono de olas durante dos horas me costaría 50 libras (64 euros). Y menos mal que no soy padre, pues una sesión con mi hijo pequeño y sus nuevas tablas de corcho del Decathlon me costaría lo mismo que un curso de cinco días (traje y tabla incluído) en cualquiera de las escuelas de surf de Cantabria.
Ahora, mientras escribo éstas líneas, comienzo a comprender por qué no puedo establecer un criterio claro sobre los wavegarden; no forman parte de mi vida como surfista y no parece que vayan a ser importantes en un futuro. ¿Por qué..? Porque pagar por surfear olas artificiales, además de parecerme un pecado (vivo en Cantabria, no en Ávila), está fuera de mi alcance económicamente, al igual que lo está para la gran mayoría de personas de a pie. El surf en sí es un deporte muy caro. Lo único gratis, lo único por lo que no tenemos que abrir la cartera, son las olas que nos aportan la felicidad, el motivo de todo gasto anterior. Nunca cerraré la puerta a surfear en un wavegarden, pero como las posibilidades de que un patrocinador me invite o de que me lo pague alguien son escasas (y menos después de escribir ésto) me voy a mojar; el surf es un deporte en contacto íntimo con la Naturaleza. “Olas” y “artificial” pueden suponer muchas cosas; otra modalidad, otro deporte, nuevas experiencias… Pero nunca será surf, y menos si tenemos que empeñar las joyas de nuestras abuelas para gozar de algo que el mar nos proporciona sin pedir nada a cambio; sólo madrugar, mirar las tablas de mareas, equivocarse cien veces, mancharse los pies de arena, llenarse las cejas de sal, encontrar sitio en el parking, esquivar a amigos y pesados, soportar granizo, revivir pies tras una sesión sin escarpines mediante golpes de toalla, soportar día tras otro la visión de que los bajos perfectos de la semana pasada han desaparecido y no van a volver… Pero seamos sinceros; ¿hay algo mejor..?
Carlos Serrano