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> Carta abierta al surfista alejado del mar – Por Carlos Serrano

>> Querido surfista/lector… No nos conocemos, pero no puedo evitar tratarte con familiaridad y confianza a la hora de escribir esta carta. Sé cómo te sientes, soy uno de los tuyos, y quizá por esto, me tomo la molestia de escribirte, aunque no me lo hayas pedido ni crees que necesites mi ayuda. Empezemos por el principio. ¿Qué te alejó del mar? Un trabajo, los estudios, una relación…  Cualquier motivo es bueno para moverse, para buscar experiencias que no encontramos en nuestros lugares de nacimiento, o infancia. Hay que salir de casa, antes o después, porque el mundo en el que vivimos es así, y tú no vas a ponerte a cambiarlo a éstas alturas. No señalaste el mar, en cambio, en tu nueva hoja de ruta. Lo intentaste, pero era difícil; las ciudades con olas y trabajo, en estos tiempos, deben existir sólo en Australia. Tu carácter, tan norteño, hizo que te gustase más la lluvia que el calor del sur, por lo que tu nuevo novio/a es de Ávila, o de Varsovia, y no de Cádiz.

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surfer_city.jpgSabías a lo que ibas, y como eres pragmático/a, lo asumiste. A partir de ahora, el surf sería cosa de fines de semana, de vacaciones, de escapadas entre exámenes y de partes excepcionalmente prometedores. Debiste de pensar, y con razón, que el mar no estaba tan a desmano; cuatro horas de coche, si el objetivo es surfear, nunca serán muchas. Pero amigo/a, te equivocaste. Al principio, fuiste feliz. No todo es surf en la vida, como tampoco lo es el dinero, o tu pareja. Disfrutaste de tu nuevo estatus y de las horas libres, ya que ni te preocupabas por mirar los partes. ¿Para qué?, te preguntabas. Parecías haber olvidado que aquel verano surfeaste casi todos los días, y que el invierno fue uno de los más épicos que se recuerdan.
Pasaron los meses y tu conexión con el surf fue, poco a poco, enfriándose. Los exámenes, los continuos planes, las siempre prometedoras fiestas de los viernes, descubrir tu nuevo hogar, la escasez de ahorros, el Gobierno provisional… Todo era excusa para no coger el coche de madrugada y salir en busca de olas hacia las playas que meses antes visitabas a diario. Dejaste de hacer deporte, porque a tí no te gustan los gimnasios ni a ellos les gustas tú, y eres de los que piensan que correr es de cobardes. Tu deporte es el surf, eso lo tienes claro, y cualquier otro sustituto te parece muy pobre comparado con surcar las olas. Decidiste, por tanto, serle fiel, porque además, comenzabas a echarlo de menos. Seguir con fervor el Circuito Mundial se convirtió en tu vía de escape, pero al cabo de un tiempo comprobaste que ver surfear a los pros no te ayudaba a soportar tu condición de secano. Resolviste dejar de torturarte viendo olas perfectas y aéreos por doquier; era como poner a tu tío, el de la barriguita cervecera que ahora descubre que tiene colesterol, a ver Masterchef tras cenar las acelgas de la dieta de rigor. Una tortura.

Pero seguiste adelante, porque no había otra, y el surf pasó a ser algo que no casaba contigo, que no formaba parte de tu nueva vida en aquella nueva ciudad sin mar. Las personas que conocías siempre te miraban, sorprendidas y envidiosas, cuando decías yo hago surf, pero a la vez, te sentías como un mentiroso; ¿puede alguien que lleva seis meses sin tocar el mar permitirse decir eso? Te volviste torpe y anaeróbico; hasta los más simples movimientos eran difíciles, y la gente de tu alrededor empieza a darse cuenta. Tú no, porque todavía crees que se debe a la presión por los estudios, los problemas en el trabajo y la discusión de ayer con ella/él. Y entonces, querido desconocido, cometiste un error. Fruto de un plan inocente, planeaste visitar el mar en uno de aquellos fines de semana en los que, en tiempos pasados, otro plan alternativo al surf no tenía cabida. Ahora, pisar la playa se había vuelto fruto de un plan de domingo. El pueblo era feo, destartalado y sucio. Chiringuitos decadentes, hoteles baratos y un pequeño malecón semiderruido decoraban tu primera vista del mar, después de tanto tiempo. Llegabas, además, arrastrando una semana de discusiones, dudas y decisiones difíciles. No habías llevado la tabla, pues ni siquiera tienes en tu nueva ciudad. Da igual, porque las olas eran deformes y de viento, sólo aprovechadas por un grupo de entusiastas que sabían que aquellas paredes grises y fofas serían lo único que pudiesen surfear en mucho tiempo.

Pensabas en tus problemas, mirando el mar, pero no podías concentrarte. Algo llenaba tu mente y oídos, relajándote, apartando las malas vibraciones. Te dejaste llevar y comprobaste que era el sonido del mar lo que llenaba tu cabeza, lo que te sumía en ese estado de despreocupación tan poco admirado por la mayoría de la gente. El ruido de las olas rompiendo, de la arena crujir… El silencio en la playa, o sobre el acantilado, es imposible. El mar nunca deja de murmurar. Sentiste una sensación de alivio y libertad que no habías conocido en muchos meses. Querías saltar y surfear aquellas olas a pelo, sin importar que fuese marzo y que cerca vertiese sus desechos una fábrica de plásticos. Pero no lo hiciste, porque todavía, te esforzaste en creer, no habías llegado a ese grado de desesperación. Sin embargo, tu visita al mar quedó en tu cabeza, clavada con una chincheta, inmóvil. El tiempo pasaba, y los problemas propios de cualquier existencia humana aparecieron, porque  es inevitable. John Lennon decía que la vida es aquello que sucede mientras haces planes. Tú los hacías, desconocido lector; algunos te salieron bien, otros peor. Y como siempre, aquellos que salieron mal, aunque fuesen, en comparación, menores, acabaron por ocupar en tu mente más espacio que nada.

Y llegó un momento, en el que quisiste escapar. Ni siquiera tú sabías muy bien lo que te pedía el cuerpo, o tu cerebro. Te sentías encerrado, aunque eras libre. Tu casa, tu lugar de trabajo, eran demasiado pequeños. La gente con la que hablabas no te aliviaba, pues aunque las palabras salían, tú seguías encerrado en aquella jaula formada por todo, y por nada. Y en tu cabeza estaba el recuerdo de esa paz, ese alivio, que experimentaste al oír el mar. Es ahora cuando me toca decirte algo a mi, el desconocido que se atreve a meterse en tu vida sin permiso ni moderación. Pero creo que es mi deber, ya que como te dije antes, te entiendo. Eres surfista, aunque se te haya olvidado. No uno de los que salen en los anuncios, o de los que dicen serlo tras haberse comprado una tabla y un traje y se meten cuatro días al año. También estás lejos de aquellos, peores todavía, que dicen conocer el surf y lo que representa,  pero a quienes jamás verás comiéndose una serie, ni siquiera en El Sardinero. Quieres escapar, pero no sabes cómo, y tampoco quieres hacerlo durante mucho tiempo; no vas a dejarlo todo, con lo que te ha costado ganarlo, por un puñado de olas. Pero ahora, en éste instante, lo necesitas, porque todas las paredes parecen estar demasiado cerca tuyo.

Eres surfista, y necesitas surfear. En el pico, sentado en tu tabla, no hay paredes que puedan rodearte; sólo el ruido de el mar, constante y susurrante, indescriptible, te acompaña. Quieres deslizarte, olvidarlo todo durante dos horas, y pensar sólo en el delgado trozo de fibra que te sostiene, de pie, sobre las aguas. Delante de ti no quieres papeles, ni apuntes; sólo una sección de ola que te permita pensar en cómo puede ser surfeada.  No te estoy enseñando nada, lector desconocido. Antes escapabas cada día, pero no lo valorabas. Te permitías incluso rechazar baños porque “está de norte” o “mañana estará mejor, me reservo”. Eras, y ahora te das cuenta, un privilegiado. Sin embargo, tienes que animarte; como te he dicho, eres surfista. Sólo alguien así siente lo que tú, por lo que no estás sólo. Las olas seguirán ahí (si no nos las cargamos antes), pase lo que pase, esperándote.

Poco más puedo decirte, ya que no soy psicólogo. Ni siquiera escritor. Y como surfista, sé que ambos estamos dentro de un círculo de adictos a las olas, un círculo muy grande, cada vez más. Sé que si pudieses surfear, si estuviese en tu mano, ya lo habrías hecho. Pero no puedes, y eso no te aleja del surf, al contrario; si algo he aprendido, o me han enseñado, es que no hay surfistas de secano, ni de verano, ni de fin de semana, ni de a partir de marzo, cuando hace menos frío. Los únicos que merecen llamarse a sí mismos surfistas, son los que, como tú, no pueden olvidarse del surf, aunque todo parezca destinado a separaros.  Aquellos a los que la distancia de las olas les parece siempre infinita. Anímate, lector desconocido; aunque a veces no te sientas como tal, eres surfista. Alguien tenía que decírtelo.

Carlos Serrano

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