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> «Palmadas en la espalda» – Por Carlos Serrano

>> El surf y el alpinismo siempre me han parecido actividades hermanas, en esto que las personas nos empeñamos en catalogar como “deportes”, pero que en realidad se salen de esa clasificación por el propio peso de su naturaleza salvaje, por mucho que bastantes iluminados en ambas materias se empeñen en juntarlos (y lo peor, tratarlos) con disciplinas que poco o nada tienen que ver con éstos. También resulta curioso comprobar como ambas aficiones han recorrido caminos paralelos en su desarrollo hacia lo que viene a conocerse como “masificación”; en España, ser alpinista pasó de considerarse algo de “locos solitarios”, empeñados en buscar la felicidad en las cumbres más altas y aisladas de la Península, a algo que todo el mundo que tuviese dos piernas, una mochila y unas botas viejas podía adoptar como suyo; “montañeros de cotas bajas” uniformados por Quechua que sacaron a multitud de valles de su miseria endémica al llenarlos de albergues y hoteles destinados a satisfacer las ganas de montaña de todos aquellos que ya no veían como una cosa de locos el ascender paredes verticales y caminar durante horas.

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mingo_foto_guillermo_ramos.jpgPero si atendemos a la esencia del montañismo (aplicable al surf de igual manera), podemos ignorar toda ésta masificación con un simple conocimiento mínimamente superior al de la gran masa: cualquier montañero sabe que si lo que busca es soledad, no debe acercarse a Fuente Dé y sus cumbres aledañas en verano, al igual que las cimas más populares del Pirineo parecen auténticas exposiciones de material de montaña de última generación (dentro de poco tendremos cepillos de dientes de carbono). Hace poco ascendí al Ben Nevis (1345m), el pico más alto de Escocia, y puedo asegurar que recibía más gente que La Picota un domingo al atardecer.

Creo que muchos entienden como “avance” por parte de un deporte su “popularización”. Me explico: es recurrente decir que en España falta “cultura de surf” debido a que los practicantes aún somos pocos. Me niego a aceptar ésto: la cultura del surf, así como la del montañismo, no radican en el número de personas que practican dicha actividad y su importancia en la prensa deportiva dominical, si no en el mantenimiento de los pilares que sostienen dicha actividad; el surf y el montañismo avanzan cuando se rompen barreras que siempre se consideraron inalcanzables para la disciplina: surfear en Nazaré, descubrir Skeleton’s Bay, escalar el K2 sin oxígeno… Son este tipo de cosas las que llaman la atención del resto de practicantes y ponen los pies en el suelo a aquellos que se creen en un pedestal demasiado alto.

¿Pero cómo pueden superar el surf y el alpinismo los altos listones erigidos por sus practicantes más míticos y no caer en el inmovilismo y la apatía de lo “popular”? El primero, el arte de escalar montañas, parece llevarnos ventaja: hace un mes, tres alpinistas pros, Thomas Huber (Alemania), Roger Schaeli y Stephan Siegrist (Suiza) consiguieron ascender al Eiger (3970m), el pico más mortífero de Europa, que en 1991 segó la vida de 61 alpinistas que trataban de conquistarlo, escalando la vía abierta por el mítico alpinista Jeff Lowe en la cara norte del Eiger, “El Ogro”, que intentó despeñarlo lanzando contra él tres tormentas consecutivas, e impidiéndole descender de la cumbre. Un helicóptero salvó a Lowe, pero la hazaña estaba completada; ascender el Eiger en pleno invierno, por su ladera más difícil, en solitario, y abriendo una nueva vía.

¿Qué buscaba Lowe al emprender una tarea que le acercaría tanto a la muerte? Seguramente lo mismo que el primer surfista que cabalgó en Jaws o Waimea. Esa búsqueda casi espiritual de la superación, de escalar cada vez más alto, por rutas más difíciles, encuentra parangón con la obsesión surfística por encontrar olas cada vez más perfectas, más solitarias, más alejadas del ruido de la masificación. Hace poco tiempo, Mick Fanning sacaba a la luz una nueva ola, perdida en algún lugar paradisíaco, que al parecer sólo él había tenido la oportunidad de disfrutar. Desconozco el proceso de descubrimiento de dicha ola, pero no me lo imagino distinto al que siguió William Finnegan para descubrir la ola de Tavarua (Fiji) en los años 60; lectura de mapas de isobaras, de arrecifes y comparaciones entre cientos de registros de swells. En el caso de Finnegan, descubrir Tavarua le costó contraer la malaria tras pasar dos semanas en el islote que da nombre a la ola rodeado de botellas de agua mineral y durmiendo en los árboles para evitar la picadura de las serpientes del coral. Dudo que Fanning haya tenido tantas privaciones, pero es meritorio que un pro que podría estar tan tranquilamente en su casa de la Gold Coast (como hacen muchos otros) haga la maleta y se cuelgue la mochila para buscar olas solitarias y caprichosas, cuando podría entrar en cualquier pico del mundo y ponerse morado.

Así pues, nosotros, la masa surfística y montañera, tan sólo debemos mirar a Lowe, Finnegan y Fanning (entre muchos otros ejemplos) como los portadores de la esencia de lo que hacemos, transportándola a la coyuntura de cada uno, pero siempre intentando ser fieles a lo que hemos decidido adoptar como nuestro deporte: quién sólo surfee en la Isla de Santa Marina, o en Los Locos, o en Liencres, será un surfista incompleto porque habrá abandonado ese espíritu de superación y exploración que caracteriza nuestro deporte; y no me refiero a descubrir nuevas rompientes, algo difícil en nuestros tiempos, si no a surfear otras olas, conocer nuevos surfistas y saberse parte de una comunidad que no se reduce a los del párking de siempre.

kelly_slater_piscina.jpg¿Qué es lo contrario a todo esto? El vídeo de Kelly Slater, surfeando su ola artificial, sin dejar de mirar la GoPro que sostiene durante el infinito tubo que le rodea, como para cercionarse de que si, efectivamente, la cámara está grabando su logro, en vez de contemplar aquello por lo que miles de surfistas mataríamos; un tubo perfecto, largo y constante, aunque artificial. ¿Se habría grabado Lowe con una GoPro mientras la ventisca le azotaba en mitad de la norte del Eiger? ¿Y Finnegan, habría subido una selfie de sus manchas de malaria y los cortes de coral que se ganó al recorrerse todos los atolones de Fiji? Es muy probable que no. Parece que Kelly, al igual que todos los que vivimos en ésta sociedad de mostrarlo todo a todos, se ve necesitado de unas “palmaditas en la espalda” (en forma de likes, me gustas y miles de reproducciones) que reconozcan su esfuerzo por crear una ola de tamaña perfección; es tanto su afán por grabarse bien, tanto a sí mismo como al tubo, que parece olvidarse de lo que significa de verdad “hacerse un tubo” para cualquier surfista mundano: el máximo, la maniobra que convierte un baño de tensión y miedo en un éxtasis nirvánico.
Así, la banalidad con la que Kelly Slater trata al surf se asemeja a aquella que representan las cientos de expediciones que se acumulan en el campo base del Everest; son ricos, igual que Kelly, que se agolpan por una foto en la cima, ignorando con frialdad los cadáveres congelados de quienes perecieron en el intento años atrás, cuando subir al Everest significaba jugarse la vida.  Y como el montañismo ha demostrado ir por delante del surf en ésto, no me parece una locura pensar que, dentro de unos años, nadie entrará al agua sin una GoPro en la mano que luego sirva para recibir esas “palmaditas” invisibles en las redes sociales, que disfrutarán de sus tubos aún más que el propio surfista, y que seguramente ya no sientan la misma curiosidad por saber qué hay en las entrañas de una ola; ya lo habrán visto en Youtube.

Carlos Serrano

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