El Cayuco | Una historia de supervivencias

La historia que cuento aquí la escuché por primera vez hace cuatro años de los labios de Álvaro Guzmán, madrileño de corazón, hombre de mar en espíritu, a la luz de una hoguera, mientras caía un suave orbayu sobre la ría de Villaviciosa. Álvaro suele rememorarla cuando los niños que acuden al Special Surf Camp, no satisfechos con las tradicionales historias de miedo que se narran frente al fuego, y cómodos en torno a su candor, nos ruegan que sigamos hablando bajo las estrellas. Más real que ninguna, la historia de Claudio, el italiano, es recordada, año tras año, en este rincón de Asturias.

Claudio Trottini llegó a Fuerteventura, la más salvaje de las Islas Canarias, porque tenía allí dos primos, genoveses como él, que se habían animado a montar un restaurante en Corralejo. Allí, con el paso de los meses, descubrió el enorme potencial que poseía la isla para un surfista que sólo conocía las tristes y masificadas olas de la costa ligur. Más de una vez probó la lava y se perdió en la niebla. Pero nunca olvidará aquella noche de primavera en la que la luz de la luna fue su único lucero. Un parte prometedor había llevado a Claudio hasta la costa suroriental de Fuerteventura, al sur del gran malpaís. Una caleta a la que sólo podía accederse tras una bajada casi vertical por los acantilados escondía una derecha sobre fondo de lava que los isleños comparaban a menudo con la mítica Nías. Cada vez que Claudio, tabla bajo el brazo y las manos asidas a la roca, miraba por encima de su hombro, tratando de infundirse ánimos en su descenso por el pedregal, veía la perfección hecha rompiente, y el sueño de cualquier surfista al ver aquellas olas morir en soledad.  Solo entró al agua, y solo surfeó aquella mañana. Las series venían sólidas, limpias, empujadas por un sol que poco a poco ascendía desde el este. Nadie hizo acto de presencia, y Claudio, imbuido por la magia del baño, perdió la noción del tiempo.

Una serie más grande de lo habitual se asomó en el horizonte. El italiano remó hacia ella, buscándola, tratando ya de olfatear el tubo que podía brindarle, uno más, o quizás el mejor de aquella sesión. Dejó pasar la primera, observando su tamaño, su fuerza, el labio cuadrado que se precipitaba contra el fondo negro. Frente a la segunda, no dudó, y se dispuso a remarla. En un exceso de confianza, como más tarde reconocería, se introdujo demasiado en la zona de impacto; por su cabeza rondaba la idea del tubo perfecto, y de que, si la cogía ligeramente a contra pico, el resultado sería una tapada más profunda. Pero calculó mal, y se encontró con un take off en el aire que sólo podría haber sido controlado por el mismísimo Taj Burrow. Claudio sintió la tabla escapar de sus pies, y cayó de espaldas sobre el duro lecho marino. Notó un golpe muy fuerte en el lado derecho de la espalda, y también como sus empeines y espinillas rasgaban la piedra de lava. No sintió el dolor hasta que la primera bocanada de aire llegó a sus pulmones, justo antes de comerse la tercera ola de la serie. Se dejó llevar por las espumas, inerme como un muñeco de paja, incapaz de moverse ante el agudo dolor que le perforaba la espalda. Apenas podía mover los brazos, pues cada intento de nadar era como si le clavaran un cuchillo entre las costillas. Con la cuarta ola, notó como la tabla dejaba de hacer fuerza en su tobillo. Con un gemido, tiró del invento y comprobó que estaba roto.  Las olas lo empujaron hacia la caleta, sumando magulladuras y cortes a su cuerpo.

Cuando Claudio notó el fondo bajo su cuerpo, reptó por las rocas, apretando los dientes, y con un esfuerzo sobrehumano, consiguió alcanzar la orilla seca, allí donde no llegaba la mar. Tirando en las rocas, trató de incorporarse, pero el dolor era insufrible. Tenía, al menos, un par de costillas rotas, y cuando pudo doblarse lo suficiente, comprobó que tenía serios cortes en pies y piernas, especialmente uno en un empeine derecho que hacía que se vislumbrara buena parte del blanco hueso. Cuando apoyó el brazo derecho en una roca, se encontró con que carecía de fuerzas, y que un martillazo le golpeaba en la clavícula; debía estar rota también. Pero la adrenalina era tal que Claudio no sentía esas heridas. Su mente se esforzaba en encontrar la manera de salir de allí. La subida por el acantilado era imposible en su estado, pues era ya complicada estando en plena forma. Consciente de que apenas podía moverse, Claudio albergó la esperanza de que algún pescador, u otro surfista, apareciesen por el lugar. Aún era temprano. Reptó por la orilla pedregosa de la caleta hasta una posición más alejada de las olas. Llegó hasta la base del acantilado después de más de diez minutos de pesados y costosos movimientos. Allí se percató de que no disponía de tanto tiempo. La caleta desaparecería con la llegada de la marea alta, y en un día de mar fuerte como aquel, era seguro que las olas alcanzarían el alto acantilado. La angustia, que hasta ahora no le había dominado, empezó a atenazarle. Apoyó la espalda en una roca, y buscó la inspiración en el azul pálido del cielo canario. Una y otra vez oía las series romper, perfectas. Dos gruesas lágrimas añadieron sal a su rostro, y cayeron pesadas hasta sus labios resecos. Notó la primera punzada de sed, avivada por la pérdida de sangre. 

Cuando hubo pasado una hora tendido bajo el sol, y el viento ya había comenzado a salir, sintió sobre su cara la salpicadura de una espuma. Alzó la cabeza y comprobó que las olas cada vez rompían más cerca de donde se encontraba. Claudio siempre cuenta que, en aquel momento, el instinto de supervivencia pensaba por él. Sólo así se explica ahora que lograra incorporarse, a pesar de los dolores, y pudiera echar un ojo a la playa. Afortunadamente, a escasos metros de él, se encontró con lo que parecía material de pesca, seguramente desechado por uno de los muchos barcos que faenaban en el banco subsahariano, y que había llegado a la caleta empujado por el habitual viento del este. Se aproximó al conglomerado de cuerdas salitrosas y redes pardas, tratando de encontrar algo con lo que salvarse. El montón de detritus ocultaba una gran boya de las que sujetan los anzuelos en la pesca con palangre. Poco a poco, gritando de dolor, Claudio consiguió liberar la boya de su jaula de cabos y redes, y se dispuso a seguir esperando. La sed, de nuevo, apareció ante él en forma de boca resinosa y labios cortados. El sol inclemente no daba tregua. 

Otra hora más tarde, las olas llegaron hasta donde se encontraba. Claudio eligió no moverse, y como esperaba, media hora más tarde ya se encontraba flotando a merced de la corriente. Nadie había aparecido todavía por el acantilado, ni parecía que fuese a hacerlo. Había comenzado a flotar en el aire una niebla que había apartado el persistente viento, pero que condenaba a Claudio a no ser avistado desde la costa. Este, sin embargo, apenas pensaba. Había atado su cuerpo a la boya mediante los cabos encontrados en la playa, de manera que podía flotar sin realizar esfuerzo. El problema era que se encontraba a merced del mar. Y así, a primera hora de la tarde, Claudio ya se encontraba a la deriva, envuelto por la niebla, rezando como nunca había rezado en su vida, porque alguien lo encontrase. El resto del día lo pasó en duermevela, mecido por las olas y el dolor perennes. Sólo el temor a los tiburones martillo mantenía a Claudio consciente y alerta. Pero tan pronto se asustaba, conseguía calmarse. Si aparecían, tampoco podría defenderse. Nunca había sido consciente de su insignificancia frente a la Naturaleza como hasta entonces. No sabía dónde se encontraba, pues la niebla le rodeaba, y apenas podía girar el torso. Cada búsqueda de una referencia se saldaba con un dolor insoportable. ¿Y qué más daba si vislumbraba una playa guarecida? No podía nadar, ni apenas moverse. La impotencia se transformó de nuevo en llanto, esta vez desconsolado, y más tarde, en resignación.  Cayó la noche, y Claudio ya estaba convencido de que aquella luna sería la última que contemplase. Antes del atardecer había oído el lejano runrún de un motor: gritó, tanto de dolor como clamando auxilio, hasta que el dolor le obligó a callar. Fue inútil, no le oyeron. Y ahora, rodeado de tinieblas, nadie podría verle. 

Debía rondar la medianoche cuando Claudio percibió que se acercaba a una playa. En su situación, con el instinto elevado a su máximo exponente, ávido por sobrevivir, se notaba sensible ante cualquier señal o estímulo que le aportara esperanza. Oía las olas romper cercanas. Se giró, y vio ante sí, pálida por la luz de la luna, una línea de acantilados interrumpida por una negrura lisa que bien podía ser un ancho arenal. Aquella visión le aportó fuerzas de donde no las tenía, y comenzó a aletear en dirección a la costa. De pronto, oyó el ruido de un motor, y se detuvo. La corriente, aunque no se diera cuenta, le acercaba cada vez más hacia la playa. Pero Claudio sólo tenía los sentidos puestos en vislumbrar la embarcación de la que emanaba el ruido, y con ella, su salvación segura. Como un loco, comenzó a gritar y chapotear, gastando en aquellos gestos sus últimas energías. Pero un calor desconocido prendió su cuerpo cuando adivinó que el ruido de motor se aproximaba.  Notó algo duro en su espalda, que le hizo también gritar. De pronto, se vio sacudido por el revolcón de una ola, y de nuevo, bajo las aguas, golpeándose contra la lava solidificada que forma estas islas afortunadas. Se dejó llevar, feliz, pues se había resignado hacía horas a que aquel sería su último día. Tras un par de sacudidas más, sus hombros se posaron sobre fondo blando donde las olas llegaban débiles, y ya no le incomodaban. Se había olvidado del motor, pero este seguía sonando. Claudio reptó sobre la arena, y cuando estuvo lo suficientemente alejado del agua, tendido de espaldas, alzó el cuello. Rompían la oscuridad un par de luces blancas que se aproximaban poco a poco, al compás del ruido de motor, que ya se distinguía claramente. Tan cerca parecía encontrarse que Claudio distinguía los ruidos de una máquina antigua, que parecía encontrarse, por la carencia de ritmo en su explosión, cercana a la ruina, y bien falta de gasolina. Como si lo hubiera previsto, el ruido del motor se apagó. Un largo segundo duró el silencio; después, una algarabía de voces y gritos brotó del negro mar. Las luces blancas se agitaban de un lado a otro, como si fuesen luciérnagas. Claudio oyó el chapoteo inconfundible de cuerpos cayendo al agua, y distinguió también el llanto de un bebé. Un miedo instintivo le hizo pegarse a la arena, tratando se camuflarse como una roca más de las muchas que salpicaban la playa. Los gritos de angustia y terror seguían sonando, provenientes del mar. De pronto, a sus pies, oyó el ruido de las pisadas rompiendo la arena. Muchos pasos y voces profundas de hombres, también de mujeres. No podía gritar, ni moverse. Lo único que quería era quedarse solo en aquella playa, cuando el resto del día, lo único que le había atado al mundo era la esperanza encontrarse con alguien. Un rostro negro como el carbón apareció ante él. Sus ojos parecían bailar en medio de la noche, como fuegos fatuos. Le miraron largamente, agachados sobre él. Claudio contuvo la respiración, y se olvidó de pestañear. El hombre negro alzó la mano, y con un gesto que parecía conocer de memoria, cerró los párpados de Claudio, y murmuró lo que parecía una plegaria. Después, se alejó de allí en silencio. Las huellas en la arena, y el eco de los gritos angustiados de aquellos que no sabían nadar permanecieron flotando en la noche hasta que la marea subió y Claudio, mecido por las olas, volvió a perder el sentido. Y así, lo único que encontró la pareja de guardias civiles que al amanecer acudió a la playa, fue un gran cayuco de madera varado en la arena, y una boya de palangre con un hombre en traje de neopreno dormido a su lado,  quien en cuanto despertaron, sólo fue capaz de pronunciar una palabra: ¡aqua!

Carlos Serrano

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