Lo que el virus se llevó | Reflexiones de Carlos Serrano

Carlos Serrano | @charlyserra

Vaya por delante que quien escribe estas líneas se encuentra harto de leer noticias sobre la pandemia, opiniones de expertos que no lo son, y tesis de cuñados que quizás hablen demasiado. Vaya también por delante que, rodeados como nos encontramos de semejante cantidad de dudosa información, las ganas de abordar un tema como es el coronavirus son inversamente proporcionales al deseo de que todo esto termine de una vez por todas. Sin embargo, me encuentro obligado a hacerlo porque, tal y como ha sucedido en prácticamente todas las facetas de nuestra vida, el virus ha llegado al mundo del surf para evidenciar, de nuevo, la paradójica realidad de nuestros tiempos.

El pasado día 6 de noviembre, se confirmó la resolución de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Cantabria que prohíbe la actividad deportiva en grupo en horario no lectivo, ya sea en espacios cerrados como al aire libre, para los menores de 18 años escolarizados en nuestra comunidad autónoma. (Art 46.2 de la Resolución del Consejero de Sanidad:

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Esto significa que las escuelas de surf de Cantabria, con todos los alumnos que a ellas acuden para practicar su deporte favorito, deberán cesar su actividad por completo, pues dependen en gran medida de los menores que acuden a sus cursos y grupos de perfeccionamiento. Paradójico resulta que un deporte como el surf, donde el contacto físico es inexistente, realizándose, como ningún legislador parece saber, en un espacio abierto como es la playa, y dentro de un medio acuático como es el océano, sea vetado y catalogado como actividad de riesgo. Si ya resultaba complicado explicar a los niños y niñas que los estancos, ante un virus que afecta al sistema respiratorio, sigan siendo negocios de primera necesidad (buen momento para que los padres enseñen a sus hijos lo que significa la palabra “impuestos”), más aún resulta, tanto para los jóvenes como para los viejos, comprender por qué un deporte con las características que todos conocemos puede funcionar como vector para la transmisión del coronavirus.

Probé a explicar a mis antiguos alumnos el asunto, y muy pocos lo entendieron. Tampoco sus padres, y en el caso de alguno, ni siquiera sus abuelos. Una prueba más de que la actual pandemia es un problema sanitario, y no social, puesto que, de ser un virus tan mortífero entre los menores, enviarlos tanto a las clases de surf como a los colegios e institutos donde se hacinan y pasan frío supondría algo parecido a enviarles a Dachau, sólo que en vez de hornos hay pupitres. Perdonen, o no lo hagan, mi frivolidad ante esto, pero no temo hablar sobre la muerte y la maldad del ser humano, tal y como les ocurre a muchos medios. “Entrad al colegio, niños, que aquí dentro se encuentra el virus que acabará con vuestros abuelos”; sin embargo, o esto no está sucediendo, o si ocurre, a quienes nos gobiernan les interesa más legislar hacia el opuesto.

El deporte y un estilo de vida sano y activo parece estar resultando la mejor medida contra un virus que a todos, como la muerte, nos alcanzará tarde o temprano: y sin embargo, una clase de surf se ha convertido en algo mucho más peligroso que fumarse un habano. Por eso, empiezo a pensar que quienes nos gobiernan son los que más temen al virus, puesto que, rodeados de una vida sedentaria a base de oficina, comilonas, desplazamientos en coches oficiales, fiestas en embajadas y platós de televisión, envueltos en el humo de los puros y sin correr ni kilómetro al año, son el blanco perfecto para la enfermedad que nos está afectando. Junto a ellos, ciertos médicos y epidemiólogos, amparados en una ciencia que tan pronto te crea la bomba atómica como te cura un cáncer, idean medidas teóricas aplicables a tesis doctorales y congresos endogámicos ausentes de la realidad. El celo sanitario parece, en ocasiones, tintado de fanatismo académico: un arqueólogo concienciado, por ejemplo, desearía derribar todos los edificios de Santander para investigar su pasado romano, cargándose la ciudad con tal de conseguir desenterrar el baptisterio que le hará salir en televisión.

Ningún político firmaría tal orden, pero cuando es un sanitario quien sugiere que la solución perfecta para que un virus no se propague es quedarnos en nuestras casas y vivir de lo que nos traiga el viento, nadie parece cuestionárselo. El miedo mueve montañas, pero el hambre provoca vientos de cambio que se llevan lejos los ánimos calmados: lo que el virus se ha llevado ha sido la entereza. Y los niños, los únicos que no son responsables de todo lo que está pasando, ni siquiera pueden subirse a una tabla para olvidarlo.

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