El precio de una ola | Por Nicholas Moramarco

Por fin sabemos cuánto cuesta surfear una ola. Aunque parece algo intangible, incluso sublime, ya se ha cuantificado. Y no estamos hablando de cualquier ola. La que ha preparado Kelly Slater junto con algunos jeques en Abu Dabi viene de lo más allá. Estos del turbante saben mucho, me parece. Aparte de acudir a citas con lo más alto de lo más alto; gobiernos, realeza, etc., siempre en chanclas y comprar equipos de fútbol potentes, se han dado cuenta de que hasta en el desierto puedes surfear la ola de tu vida. Pero ojo, cuesta una pasta.

He dedicado algún tiempo a la práctica del surf; esa búsqueda de la sensación que te da estar erguido encima de una tabla, encima de una ola y moverse con el pulso de la naturaleza, y no tiene precio. O sí. Si no he leído mal, la cifra es 500 dólares por una de esas gemas en medio del desierto. Es tentador.

Igual te encuentras con Froilán en el pico con una tabla de oro bordeando una ola perfecta cual gaviota y haciendo layback, snaps a lo Dane Reynolds; entubándose repetidamente con un estilo minimalista como si no hubiese mañana mientras su abuelo le lanza un grito y una ‘double shaka’ desde el palco.

El único miedo realmente que tengo es que me ponga de pie y que me caiga inmediatamente. Me hago el ‘kook’, vamos. 500 eurelios en espuma y mis lágrimas mezclándose con el agua del mar simulado mientras observo como la ola desvanece lenta y perfectamente, alejándose de mí hasta donde alcanza la vista con su estela de perfección perdida…

Poner una cifra a una ola es definir lo indefinible, pero resulta cuanto menos, curioso: ¿Cuánto vale un cerrote en el Sardinero?, ¿un tubazo en Mundaka?, ¿un sifón interminable en Skeleton Bay? Todo depende de la demanda y el poder adquisitivo, supongo.

En el tiempo que llevo surfeando tengo recuerdos imborrables de olas varias desde la primera que prácticamente me surfeó a mí en Imperial Beach, California en 1987, hasta la más reciente, hoy, un mar de medio metro largo y algo tocado pero manejable, poca gente en el agua y un sol fresquito alumbrando la sesión. Logré enlazar una izquierda que iba abriéndose durante unos cuantos metros. Para mí una eternidad gloriosa.

Afortunadamente, surfear sigue estando básicamente sin cargo económico. La llegada de olas artificiales cada vez más frecuentes y de más calidad es inevitable, y bienvenidas sean. ¿Por qué no? Por fin tendrán algo más emocionante para hacer en Minnesota aparte de ir de compras al centro comercial y ponerse ciego de hamburguesas y nachos cuando el mercurio no pasa de los cero grados.

Es fácil ver todo en términos de cantidades de dinero, pero lo mejor de la vida puede que no tenga precio alguno. Precisamente el acto de acompañar una ola en su llegada a la costa después de su largo viaje, estar en el sitio y momento adecuados es algo que en la sociedad en la que vivimos, no es productivo y puede parecer hasta inútil. Sin embargo nos atrapa, nos absorbe y constantemente queremos volver, volver, volver, una y otra vez. Buscando lo intangible. Un momento pleno. De atención plena y de alguna manera en sintonía con la energía de una ola efímera. Dinero va, dinero viene. La ola va, la ola viene.

Como dijo el Duke: Don’t worry, wave come (no te apresures, la ola viene).

El precio de una ola es el que dicta el mercado, lo que marca la marea, regido por el viento, susceptible a la dirección de la mar, pendiente del periodo, variable como el coeficiente… pero sigue siendo gratis.

The best things in life are (still) free.

Nicholas Moramarco

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