Año 2045. En algún lugar de Cantabria | Por Carlos Serrano

– ¿Qué tabla te cojo? – gritó mi hijo desde el garaje.

– ¡El tablón! Hoy me da que va a estar pequeño.

Oigo el ruido de las tablas cargándose en el maletero. Enciendo el coche, este trasto eléctrico que ni runfa, ni corre, ni nada. Mil pitidos, seguidos de una vocecilla aguda, (como cada vez que lo arranco) cortan el aire: “¡el cinturón!, ¡temperatura exterior e interior! ¿Qué música desea?”. Mi hijo se pone a hablar con la máquina mientras yo enfilo hacia la playa, esquivando a los dos niños del vecino, y sus patinetes eléctricos. 

– ¡Si, está pequeño! – exclamó mi hijo, mientras miraba escrutadoramente la pantalla del nuevo móvil- Tablet- ordenador, o lo que sea que su madre y yo le regalamos las últimas navidades.

– Oye, ya te he dicho que me gusta esperar a ver la playa… – contesté, soltando un bufido.

Mi hijo, dieciséis años recién cumplidos, me lanzó la típica mirada del adolescente que “lo flipa” con su padre.

– ¡Pero si en tu época – “mi época”, será cabrón – ya teníais webcams!

– No me compares aquello, que como mucho, se movía de un lado a otro – le dije, moviendo indicativamente el dedo índice- con el maldito dron que esa aplicación tiene todo el día dando vueltas por la playa. 

– ¡Bienvenido al presente, papá! – los ojos en blanco de mi hijo me hicieron sentir, otra vez, un viejo – Mira, gracias a tu odiado dron, te digo que acaba de entrar al agua “el Cholas”. ¡Nos va a dar el baño!

Maldije para mis adentros. Conocía a ese surfista desde mis años de universitario. “El Cholas” era uno de esos malditos críos que, durante la fiebre de Instagram, se creyó que por tener casi quince mil seguidores, y haber hecho un vídeo con aquel “youtuber”, era bueno surfeando. Y ciertamente, el chico sabía lo que hacía, pero se le fue la cabeza. Y ahora, en vez de ganarse la vida en los espectáculos del WaveGarden exclusivo de Madrid, nos le tenemos que comer los demás.

– ¿Qué tabla has cogido? – pregunté a mi hijo, mirándole de reojo.

– El viejo tablón rojo

– ¡Me cago en la leche! Tendría que haberte dicho que cogieses la de motor…

– ¡Pero si nunca quieres usarla! Me acuerdo la “brasa” que le diste a Jaime cuando se compró la suya, y a mí, cuando mamá me la compró el año pasado, estuviste dos días sin hablarme…

Me callé, limitándome a apretar el volante, maldiciendo para mis adentros. Pero mi hijo parecía decidido a amargarme el trayecto, y disfrutaba narrándome lo que veía en las cámaras de aquel maldito dron.

– También están el equipo de entrenamiento de Juan Domínguez, los seis chavales que ahora entrenan con Pepín, los de la escuela de Tinuco, que ya sabes cómo surfean, y creo que estoy viendo el microbús de Javi con Manu, el Kiko, Rubén… ¡Y eso que son las ocho y media de la mañana!

Aquellos eran los amigos de mi hijo. Los dedos iban perdiendo color, de lo fuerte que apretaba el volante. Llevaba un mes sin surfear. E imaginar a aquellos chavales hipermusculados (en el instituto ya sólo dan educación física y cocina), y que encima, llevaban tablas a motor, colándoseme una y otra vez, mientras yo balanceaba de un lado a otro mi viejo tablón del 2012, me cortaba la circulación. En la rotonda, tomé una salida diferente. Mi hijo me miró desconcertado.

– ¿Crees que estará bueno?

Le miré, esbozando una media sonrisa, casi un rictus, pues mi mente seguía peleando en el pico, junto al Cholas y a los condenados adolescentes. 

– El parte no es malo… y allí no hay drones.

Conduje mi coche entre campos de maíz, sin ver un mar que se intuía tras los acantilados. Me bebí unos batidos vitaminados que me sentaron de fábula. ¡Si hubiese existido esto cuando tenía veinte años, y no lo que se nos vendía entonces! Llegamos a un pequeño párking sobre el acantilado. Había siete furgonetas, y estaba perfecto.

– ¡Épico! ¡Sólo hay quince personas! – exclamó mi hijo, mientras deslizaba la mano a la guantera, y se ponía mis flamantes Google Glasses. Bueno, en realidad no eran mías, sino de mi empresa. 

– ¡Marco! ¿Qué hemos hablado? Aquí nada de vídeos en directo, ni fotos, ni subir nada a Internet. Si quieres, mandas un mensaje a tus amigos, o les llamas, si es que ese cacharro aún hace eso… – dije, señalando su móvil. Recibí como respuesta un mohín malhumorado. 

– Eres un paranoico…

Si, lo era. Y de los buenos. Desde que Iglesias y Abascal pactasen formar gobierno en 2035, me había vuelto el santo tótem de los paranoicos. Pero es que las olas era lo último que quería que me quitasen: después de lo de Cataluña, adiós “estado del bienestar”. He acumulado tantos “minicontratos” que ya ni recuerdo las veces que he sido despedido. Y mi mujer pertenece a esa especie en peligro de extinción, que se arrastra por las calles en bicicletas y en patinetes, de un lado a otro, fritos a impuestos, condenados al ostracismo por un gobierno tras otro: los autónomos.

No estaba la cosa para tirar cohetes. Pero todo comenzó a desvanecerse de mi mente al ver romper la primera serie. Aquella ola, tan perfecta, tan solitaria… Ya ni recordaba la primera vez que la surfee, pero si multitud de baños en ella. Había surgido, de la nada, hacía pocos años. La alcaldesa de la ciudad, al no saber qué hacer con los grandes bloques de hormigón que conformaban el esperpéntico espigón que construyó una antecesora suya, durante los años de la corrupción, ordenó que se lanzasen todos en esta playa solitaria y alejada. A los ciudadanos, tras quince largos años soportando aquel feo engendro, que no aportó nada a la bahía, poco les importó el impacto; ya nadie se bañaba en el mar, ni pescaba en él, a no ser que quisiera, literalmente, cagar plástico.

En esa ola surgida del desastre me hice aquella mañana un tubo que necesitaba, en una tabla sin motor, sin haber consultado drones, escuchando los gritos eufóricos de mi hijo. En el tubo, todo se detenía. Afuera, el mundo gira demasiado deprisa, y hace tiempo que había desistido de seguirlo.

Carlos Serrano

@charlyserra

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