Cuestión de litros | Una reflexión de Carlos Serrano

Tiempo de lectura: 3 minutos.

Carlos Serrano | @charlyserra

Esta semana que termina ha supuesto para todo surfer un ejemplo de lo que su deporte significa. Comenzó con norte y un frío inapropiado, sin dar opciones de baño. Después, llegaron las olas, tan ansiadas por todos, y desesperados, los surfistas volvieron a atestar los párkings del Cantábrico. Es entonces, como el jornalero que recoge la cosecha, cuando quien ya lleva un tiempo en esto se da cuenta de cómo maduran los frutos plantados durante la primavera, crecidos en verano, y que toca recoger en otoño. El surf en España ha cambiado en cinco meses, y ahora es cuando puede observarse.

Para empezar, por la cantidad de gente en el agua, cuyo número ha crecido muchísimo, exponencialmente equiparable al gran negocio realizado por las escuelas de surf este verano. Además, muchos de los nuevos asiduos al agua, y no pocos entre los más veteranos, utilizan softboard tanto por su precio económico como por su muy presunta maniobrabilidad. A su vez, las surf shops que ofrecen arreglos de material han advertido que, durante todo octubre, la demanda de reparaciones en softboards y evolutivas ha crecido muchísimo, por lo que las conclusiones son claras: somos muchos más en el agua, y también, aquellos que se aventuran a probar el surf, al tener tablas grandes y aparentemente seguras, son más inconscientes y peligrosos para el resto y ellos mismos.

A partir de aquí, el debate está servido. ¿Existe forma de parar la evidente masificación del surf en España? Mirando a nuestros vecinos, obtendremos la respuesta. Y más intrincado aún… ¿A quién beneficia que el contador de nuevos surfistas pare, y por lo tanto, el negocio se quede donde está? El mundo del surf no existe sin la gente que se beneficia económicamente del deporte que ama, aunque esto conlleve masificarlo y hacerlo impracticable. He aquí una de las paradojas de nuestro querido deporte, pues se pueden construir infinitos campos de fútbol, pero desgraciadamente, no puede edificarse otro Somo o el Sardinero.

Nos encontramos, por lo tanto, en medio de una vorágine donde el surf se ha convertido en un deporte para sanos que son influencers, un deporte para vagos que no lo son, pero lo desearían, un estilo de vida para quienes viven siempre en verano, y una vía de escape para locos cuerdos. Y lo peor es que fuera, en la arena, las cosas todavía están peor. La única manera de salir vivo de todo esto es coger más y más olas, y aquí viene un cuarto descubrimiento: los litros están de moda. Ya no resulta extraño ver twinfins, singles y modelos de corte antiguo con longitudes superiores a los siete pies en baños exigentes, con bajadas complicadas y tamaño considerable. El ejemplo de muchos pros del pasado, como Kepa Acero, y figuras locales como Borja Beraza de Santander, ha llevado a muchos a buscar un nuevo surf en tiempos de nueva normalidad.

Sin embargo, esta decisión también tiene sus detractores, y se escuchan en el agua voces que claman “¡Con eso no puedes pegarle al labio!”, o que se enfadan porque quienes llevan más litros cogen mayor número de olas que ellos. Ningún tutorial de Youtube ha dicho todavía que en el Cantábrico, donde el 80% de los días las olas no poseen la fuerza que a todos nos gustaría, conviene disponer de armas alternativas a tu 5’11 detodalavida, pero Internet está ahí para quien lo busque. Mientras tanto, seguimos discutiendo.

De todo esto (la masificación, las softboards, los inventos rotos por surfistas sin conocimiento, de las bondades de llevar más litros en la tabla…) se habló en los párkings del Cantábrico mientras las olas rompían mansamente, peinadas en exceso por un viento sur que sabe siempre a gloria. Y entonces, llegó el sábado. Líneas perfectas, anchas, bien separadas entre sí por una fuerza proveniente del Atlántico, aparecieron ante nuestras costas: era el momento de dejar de hablar, y de ponerse a surfear.

Sin embargo, y por arte de magia, la “nueva normalidad” del surf desapareció. El virus de la masificación parecía nunca haber existido, y la agobiante cantidad de gente que dos horas antes saturaba los picos se evaporó con la primera serie grande. Las softboards que quedaron se partieron, los inventos de marca barata quebraron, y los litros dejaron de importar. Nadie se hacía fotos en la orilla, y eran más quienes se sentaban a verlo, que quienes corrían hacia el agua grabándose una story en Instagram. De repente, el surf pasó de ser guay, a cosa de locos, y entonces aparecieron los surfistas de verdad.

El mismo sábado en el que para muchos el surf dejó de ser guay, en un rincón de la costa cántabra rompieron las que seguramente fueron las mejores olas de los últimos veinte años. Un puñado de locales surfeó sin gente olas que guardarán en el recuerdo. No había más que unos pocos porque algunas series rozaban los tres metros. Allí, bajo verdes acantilados, el surf no era más que lo que siempre había sido: un asunto entre quienes tienen el valor y el poderío físico de enfrentarse a olas dignas de portada de revista. El resto, son cuentos. Se cierra por tanto el debate: el surf no es cuestión de litros, de softboards, de que esté masificado, o de si mi traje es bueno o malo. El surf es una cuestión, dicho en cristiano, de huevos.

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